Por Jennifer Romero Valpreda
Directora Ejecutiva AIFBN
Publicado en El Desconcierto
27 de noviembre de 2020
Nuestra actual Constitución Nacional es minimalista en materia de medio ambiente. Otras constituciones del mundo también lo son, y su desempeño ambiental es mejor o peor que el nuestro, dependiendo principalmente de la legislación asociada, del control y monitoreo de ésta y de la cultura e idiosincrasia de su sociedad.
En el caso chileno, se ha avanzado bastante en materia de legislación ambiental en las últimas dos décadas, sin embargo, estamos lejos de tener un desempeño ambiental ejemplar. ¿Por qué? Acá algo de contexto:
Nuestra Constitución, como visión país, es insuficiente para si quiera promover el cuidado del medio ambiente. Habla de derechos, pero no de deberes, habla de un ambiente libre de contaminación, pero no de un ambiente sano, equilibrado, equitativo. El Estado no ejerce acción ambiental (ni social, ni económica), y su postura de “observador” permite, en temas ambientales, la existencia de grupos y zonas de sacrificio, la apropiación de elementos vitales para la vida y la sobreutilización de los recursos naturales. Chile es uno de los pocos países de la región que no cuenta con un órgano “defensor del pueblo”. Cuenta con algunas defensorías como la de Niñez o la Penal Pública, pero no contamos con una Defensoría Ambiental.
Nuestras Estrategias y Políticas en materia de Medio Ambiente (Ej. Estrategia Nacional de Cambio Climático y Recursos Vegetacionales -ENRVCC (2017-2025), Estrategia Nacional de Biodiversidad 2017-2030, Plan de acción Nacional de Cambio Climático 2017 – 2022, Política Forestal 2015-2035, etc) “conversan” poco entre ellas en cuanto a cómo complementarse y cómo ejecutar las acciones propuestas, y cómo deben operar los organismos de los ministerios involucrados. El manejo de bosques corresponde al Ministerio de Agricultura, que declara a Chile como potencia alimentaria (basado en un modelo de exportaciones, de producción masiva). ¿Cómo lograr proteger los ecosistemas nativos, enfrentar el cambio climático y tener un modelo forestal sustentable si la prioridad es la de producir alimentos a gran escala y con métodos “tradicionales” (agricultura extensiva, monocultivos, pesca indiscriminada, uso inadecuado de antibióticos y pesticidas, etc). Se defiende a Chile como país modelo en desempeño ambiental, pero no nos arriesgamos a firmar el Tratado de Escazú. Nuevamente, un barco pintado de verde que navega a la deriva guiado por intereses económicos de corto plazo.
Nuestra legislación “marco” es permisiva y discrecional. La Ley 19.300 sobre Bases Generales del Medio Ambiente detalla una serie de conceptos, mecanismos y estructura institucional para su aplicación. Determina qué acciones son susceptibles de causar daño ambiental, y por tanto deben someterse a un proceso de evaluación ambiental, y es clara en señalar que se requerirá un Estudio de Impacto Ambiental en caso de riesgo para la salud de la población, efectos adversos significativos sobre los recursos naturales, localización próxima a poblaciones, áreas protegidas y otros (o alteración directa de ellos), y cambios significativos del paisaje o valor turístico. Hasta aquí suena bien, pero sabemos que en la práctica esto no se cumple a cabalidad. Se definen mecanismos de participación informada de la comunidad, acceso a la información ambiental y responsabilidad por daño ambiental, entre otros, pero en ocasiones esto se convierte en letra muerta pues la información no circula en forma comprensible y oportuna (hay “información contaminada”). Muchos criterios establecidos en esta Ley que data de 1994 son insuficientes, y aún priman criterios político/económicos en la toma de ciertas decisiones. Así, en su artículo 70 párrafo 2, determina la creación del Consejo de Ministros para la Sustentabilidad. Este grupo de ministros propone políticas, criterios de sustentabilidad, criterios y mecanismos para la participación ciudadana.
La legislación específica que busca proteger el medio ambiente se entrampa en especificidades. En el caso de bosques, por ejemplo, la Ley de Bosque Nativo se discutió por 16 años; actualmente la creación del Servicio Nacional de Biodiversidad está en discusión y tiene un sinfín de observaciones desde distintos sectores, y aún no contamos con un Servicio Forestal ni un Instituto de Investigación Forestal de carácter público. No contamos aún con una Ley de Cambio Climático (igualmente en tramitación, y con visión un tanto errada de lo que realmente significa conservar ecosistemas). Al mismo tiempo, la legislación relativa a medio ambiente que tiene una mirada primeramente económica (como era el Decreto Ley 701 y sus subsidios a la forestación, que operaron entre 1974 y 2013) es mucho más simple, “atractiva” y fácil de implementar.
Si tuviéramos una visión-país clara sobre la naturaleza y sus elementos, no tendríamos discusiones eternas para generar la normativa que nos permita llegar a esa visión, y seguramente el monitoreo y control de su implementación sería más eficiente y efectiva. En las condiciones actuales nos es casi imposible avanzar hacia un nuevo modelo de desarrollo, y en particular hacia un nuevo modelo forestal. Por ello la necesidad de una Nueva Constitución con bases ecológicas, que plantee una nueva visión que permita nuestra supervivencia y la de las generaciones futuras en un marco de bienestar, equidad y seguridad.
Por Jennifer Romero Valpreda
Directora Ejecutiva AIFBN
Publicado en El Desconcierto
27 de noviembre de 2020